Confieso que comencé este viaje de forma un poco precipitada, sin apenas equipaje, sin valorar detenidamente los pros y los contras, sin destino cierto, y, lo que es aún más grave, sin tener ni idea de navegar…
Y es que hay decisiones intranscendentes a las que dedico horas de meditación y otras verdaderamente esenciales que tomo al instante, siguiendo un impulso irrefrenable. Así soy yo y mis contradicciones. Me lanzo como una loca y que salga el sol por donde quiera. Casi nunca me preocupo de colocar una red que amortigüe la caída y el batacazo es colosal. Pero hay ocasiones en las que logro realizar una pirueta en el aire de forma improvisada y caigo de pie contra todo pronóstico, lo que me anima a arriesgar la próxima vez.
Otra de esas aventuras emprendidas de forma impetuosa e irreflexiva fue la de ser madre. Y no contenta con el paquete básico, que hubiera sido más que suficiente, me apunté sin dudarlo a la excursión opcional de deporte extremo conocida como familia numerosa.
Así, sin preparación física ni mental, sin plan previo de prevención de riesgos, sin experiencia de ningún tipo (soy hija única y nunca fui canguro, ni siquiera un ratito), sin supervisión por ningún profesional cualificado, a excepción del pediatra en los momentos más críticos, y con un índice de supervivencia primitiva de suspenso bajo nos encontramos después de 4 años y tres meses con tres criaturas que atender a tiempo completo. Una auténtica insensatez.
Toda la culpa fue de las películas americanas que me llenaron la cabeza de pájaros. Deberían prohibirlas o incluir una advertencia al final aclarando que la realidad no tiene NADA que ver con la ficción. Creí ingenuamente que todo sería fácil y divertido, una fiesta continua de risas, mimos y simpáticas travesuras. Por supuesto que no se me ocurrió pensar, ni siquiera imaginar, en ningún momento cuestiones de índole práctica como avituallamiento, logística, desplazamientos o protocolo de emergencias (nuestra previsión únicamente consistió en comprar un monovolumen gigante y un nuevo chasis gemelar para colocar capazo y silla, lo cual fue de todo punto insuficiente). Hemos tenido que improvisar una vez más.
Como en cualquier actividad de riesgo las emociones han sido muy intensas y variadas. La real o aparente peligrosidad y las condiciones adversas que van surgiendo te llevan a vivir en una especie de montaña rusa anímica agotadora. No sé cuanta adrenalina he podido segregar en estos años de alerta permanente. Muchas veces he creído estar a punto de sufrir un infarto, pero no, el corazón aguanta el ritmo por el momento. Hay días en que he querido gritar como Mafalda “¡PAREN EL MUNDO QUE ME QUIERO BAJAR!”. Pero esta aventura no tiene final ni vuelta atrás y hay que intentar sobrellevar la presión. Ha habido sonrisas, lágrimas, treguas, enfados, noches en vela, celebraciones, sacrificios, recompensas, besos, castigos, sorpresas, rutinas, cansancio, energía…de todo un poco, incluso en la misma jornada. Hemos subido montañas, y superado mil cimas, surfeado aguas procelosas y salido a flote siempre de una u otra manera, saltado al vacío y resultado ilesos o con alguna herida de guerra y nos hemos adentrado en cuevas oscuras en las que tuvimos que buscar desesperadamente la luz.
Después de todo este tiempo de práctica sigo siendo una aprendiz. Nunca llegas a dominar el arte de ser madre, ni siquiera el nivel amateur. Aún tengo muchas habilidades y estrategias que perfeccionar. El entrenamiento es muy duro pero cuento con tres preparadores personales de excepción que me exigen dar lo mejor de mí cada día y no me dan un respiro. Me están enseñando a crecer y a mirar el mundo con sus ojos de niño. No es una tarea fácil. Ahora me doy cuenta de lo inmadura que era antes de conocerles.
Recuerdo que al principio tenía dudas de todo. Y miedo de hacerlo mal. Escuchaba las charlas magistrales de otras madres en el parque sobre purés, pañales, horarios de baño, rutina de sueño, juegos, rabietas y demás temas infantiles y me sentía abrumada y perdida. Cómo podían hablar con tanta autoridad… Y tan largo y tendido sobre cualquier cuestión. Temía ser la peor madre y tener que cargar para siempre con las consecuencias futuras de mi irresponsabilidad. Con el tiempo fui adquiriendo confianza en mí misma y dejaron de intimidarme ese tipo de conversaciones. Apuntaba mentalmente los datos que me parecían interesantes y compatibles con mis aptitudes y rebatía en silencio las afirmaciones con las que no estaba de acuerdo o desconectaba sin más. Mis pobres conejillos de Indias iban creciendo y llevando a cabo sus funciones vitales con relativa normalidad y eso me tranquilizaba en cierta medida.
Confieso que cuando nacieron su padre me advirtió que esto sería la guerra, que eran tres contra dos y que debía educarles manu militari porque si no se apoderarían de mí. Pero no le hice caso. Nunca pude plantear nuestra relación como una contienda bélica aunque en muchas ocasiones haya ardido Troya en ambos bandos. La disciplina militar me hubiera sido de gran ayuda, lo reconozco, pero no tengo el carácter apropiado para imponerla. Soy más de razonar y de dialogar, de preguntarles su opinión y de intentar adaptarme a las singularidades de cada uno. Resumiendo, que he criado a tres hijos únicos y que en el pecado llevo la penitencia. No me arrepiento. Y lo asumo. Ser madre ya forma parte de mi ADN sin remedio. La preocupación y los contratiempos son mi pan de cada día, los planes aplazados mi espejismo de tiempos mejores y los altibajos que me llevan a volar o a arrastrarme por el suelo mi caos particular. Ya os seguiré contando mis tribulaciones, que son muchas…