
Una vez más sobrevivimos a la Navidad. Como decía aquel antiguo meme de whatsapp, se acabó por fin el simulacro colectivo de paz y amor y volvimos a ponernos el cuchillo entre los dientes y a gritar el habitual “sálvese quien pueda”. Ya se apagaron las luces, se recogieron los nacimientos napolitanos expuestos por todo el país, guardamos el árbol ecológico y, sin darnos cuenta, dejamos de escuchar villancicos en los Centros Comerciales e incluso en el súpermercado, después del asedio sin tregua desde el mes de octubre. Y llegó también el momento temido de tomar medidas drásticas para quemar el exceso de grasas, dulces, alcohol… Todo en esta vida tiene su cara y su cruz…
Pero este año la sirena que anuncia el fin de esta ilusión óptica navideña sonó antes de tiempo. De forma inesperada un ruido ensordecedor inundó el Congreso de los Diputados durante el debate de investidura, adelantándose a la llegada de los Reyes Magos de Oriente. Mucho, mucho ruido. Tanto ruido que era imposible explicar a mis hijos lo que estaba ocurriendo. Diputados que miraban sin disimulo el móvil y hablaban por redes sociales, alguno que leía con descaro un libro, otros de charla animada con su colega de al lado, muchos que no escuchaban, varios que interrumpían el discurso del contrario de todas las maneras posibles llegando incluso a exhibir panfletos, a proferir insultos y a gritar directamente, haciendo caso omiso a las llamadas de atención de la presidenta, algún grupito que abandonaba el hemiciclo cuando no estaba de acuerdo con el orador, uno que daba ostensiblemente la espalda al estrado para hacer constar su rechazo al grupo político que estaba en uso de la palabra…Todo ello durante su jornada laboral en el desempeño de una función que consiste en representar al resto de ciudadanos que les hemos votado para ese fin y sin importarles lo más mínimo que su comportamiento estuviera siendo retransmitido en directo (y previsiblemente con un elevado índice de audiencia) para todos los votantes en cuestión. Un panorama desolador.
En cualquier otro trabajo estas conductas serían causa de sanción disciplinaria e incluso despido. Y por mucho menos a un alumno de Primaria (no hablemos de Secundaria o de la Universidad) en su cole le habrían requisado de inmediato el móvil o el dispositivo electrónico de turno, avisando a continuación a sus padres, y además le habrían castigado convenientemente por varias faltas graves y muy graves conforme al reglamento interno de convivencia.
Por favor, un poquito de educación. Que aunque ahora los niños estudien en inglés el tema de la forma de Gobierno y la división de Poderes para intentar subirnos al tren de la modernidad que circula en ese idioma, estas cosas ponen en evidencia una imagen de país poco vanguardista y nada edificante. El ejemplo de estos señores es nefasto. Igual no se han enterado que ahora desde las aulas de Infantil se trabaja en equipo para preparar a los pequeños a ayudarse, respetarse y tolerarse, como deberán hacer cuando sean adultos en el desempeño de su profesión. Y en los equipos no suelen coincidir los amiguitos, sino niños con diferentes habilidades y a veces con caracteres e intereses muy diversos para favorecer la integración y el aprendizaje de escuchar, ceder, aportar, compartir y esforzarse para lograr un objetivo final.
Pero volviendo al tema de la Navidad… Dejando a un lado las desgracias ocurridas en el mundo durante 2019, que ya de por sí serían motivo más que suficiente para haber caído en una profunda depresión y gracias a ese don natural del egoísmo de la clase humana muy útil para sobrevivir pese a todo, después de un estudio exhaustivo de mi balance personal de alegrías y tristezas de estos doce meses, la verdad es que me alegro de que acabara. Definitivamente no fue un año memorable.
Comenzando por las cosas buenas: terminé mi primera novela, me atreví a escribir dos cuentos infantiles, combatí injusticias propias y ajenas con todas mis fuerzas, viví sorpresas agradables y momentos felices, encontré la paz en los mares del sur y conocí y me rodeé de personas que merecen la pena.
Sin entrar en detalles innecesarios, las cosas malas pesaron más en mi cómputo anual y desequilibraron la balanza hacia el lado del descontento y el desánimo: decepciones profundas, problemillas de salud, desencuentros, disputas absurdas, distancias que duelen, sufrimiento de gente cercana, impotencia, desilusión. Otro año en que los de siempre siguen ganando la partida porque el mundo está hecho a su medida.
Pese a todo tengo esperanzas en el 2020. Y también tengo propósitos y sueños por cumplir. Estos días he planeado nuevas tácticas y estrategias. Para seguir el viaje contra viento y marea. Porque como dice F. Pessoa:
"De todo, quedaron tres cosas:
la certeza de que estaba siempre comenzando,
la certeza de que había que seguir
y la certeza de que sería interrumpido antes de terminar.
Hacer de la interrupción un camino nuevo,
hacer de la caída, un paso de danza,
del miedo, una escalera,
del sueño, un puente,
de la búsqueda... un encuentro.”