
Aunque no puedo estar más de acuerdo con la afirmación de Nietzsche de que ningún precio es demasiado alto por el privilegio de ser uno mismo, tengo que reconocer que, a veces, es muy duro huir hacia adelante en solitario y ponerse el mundo por montera.
El otro día, mientras echaba un vistazo con mi hijo pequeño al tema de Inglés y repasábamos la construcción del futuro simple, surgió una conversación muy interesante. (Desde que soy madre me encanta ver el mundo desde los ojos de los niños, situarme en su perspectiva, siempre certera y original. Y recordar la niña que fui hace ya tantos años y mis propias inquietudes y argumentos apabullantemente lógicos y sencillos. A menudo aprendo de ellos más que de muchos adultos…la pena es no tener a mano una libreta para anotar cada una de sus ocurrencias sublimes y de sus sentencias irrebatibles.)
Pues bien, uno de los ejercicios que debía hacer consistía en echar a volar su imaginación para responder varias preguntas sobre cómo sería su vida en 2050. Con una seguridad aplastante mi pequeño de 11 añitos contestó que estaría casado. Que ya tenía decidido que la boda sería en la catedral de Santiago de Compostela (lo cual me dejó pasmada porque ni siquiera vivimos allí) y que la celebración posterior sería justo al lado, cerquita, en el Parador de los Reyes Católicos (debió gustarle cuando estuvimos sentados en la terraza, tomando un café este verano, es la única explicación que se me ocurre). Contagiada por tanto despropósito le pregunté si quería que le ayudara con los preparativos y la organización del evento. Su respuesta fue inesperada y genial y me llevó de vuelta a la realidad: -“Mami, eso habrá que preguntárselo a mi novia, a ver si le parece bien, si ella quiere pues entonces sí”. Acerté a decirle-“Claro, hijo, así tiene que ser”.
Y siguió con su rollo: que tendría dos hijos, que no sabía en qué iba a trabajar, aunque esperaba no tener que hacerlo (se ve que ya abandonó su idea de convertirse en un científico loco, según sus propias palabras), y por tanto, no tendría que desplazarse en el coche volador que aparecía en la ilustración del tema. Nada sorprendente: es un poco “vaguete” y vivir del cuento resulta una aspiración coherente con su actitud vital.
Lo mejor vino con la pregunta sobre qué amigos tendría y cómo se comunicaría con ellos. Ni corto ni perezoso dijo de inmediato que no tendría amigos, que sería padre y no tendría tiempo. Ante mi sorpresa insistió: “¿no ves que papá no sale con amigos por ahí?”. -“Es verdad, no lo hace, pero eso no significa que no tenga amigos”- repliqué rauda y veloz.
Acorralado, se refirió a mí: “Tú tampoco sales casi, siempre estás cuidando de nosotros”.
Y añadió:- “Bueno, hablaré con mis amigos por la Play o por el móvil”. Y desapareció escaleras abajo, dispuesto a ver su programa favorito en la tele…
Y ahí me quedé yo, pensativa y perpleja. Es cierto. La soledad es peligrosa y adictiva. Como dice C. Jung, “una vez que te das cuenta de cuánta paz hay en ella no quieres lidiar con la gente”. Y aunque soy una persona sociable por naturaleza con frecuencia busco inconscientemente mi espacio en la soledad del océano.
La última vez que fui de cena con unas amigas decidí que nunca más volvería a hacerlo. La velada fue un desastre. Dos de ellas discutieron por una auténtica tontería que resultó esconder reproches ancestrales sin resolver ni perdonar. Hubo lloros, escena de correr al baño, intentos inútiles de salvar la situación, silencios incómodos, recomposición de maquillaje, tensión en el ambiente y falso tupido velo final: un drama.
A mí se me hizo un nudo en el estómago por los nervios y no veía el momento de irme de allí corriendo. Esas situaciones me superan. También era mala suerte, para un día que me animaba a salir acabábamos como el rosario de la aurora. Pero no había llevado mi coche así que tuve que esperar. Yo creía que, después de lo ocurrido, todas, especialmente las ofensoras/ofendidas, estarían deseando retirarse y no prolongar la agonía. Pero me equivoqué. En el postre se abrazaron y acordaron ir a tomar una copa a un local cercano. Menos mal que mi choferesa tenía que madrugar y dijo que era hora de volver a casa. En ese momento la amé.
Pero todo esto es difícil de explicar a un niño. Son “mierdas” de mayores. Al cabo de un rato intenté decirle que “a veces, cuando un lazo se estrecha de más en lugar de unir corta lo que amarraba” y que por ello era conveniente mantener una distancia de seguridad y prudencia con las personas. Y también que no se preocupara, que “la verdadera amistad resiste el tiempo, la distancia y el silencio” como dice mi admirada Isabel Allende.
Pero no debí resultar muy convincente o simplemente no me escuchaba porque siguió erre que erre con que tenemos que salir más. Me temo que su preocupación no era tan sincera ni desinteresada y que tenía trampa: lo único que pretendía era jugar a la Play sin control en nuestra ausencia. Y yo rompiéndome la cabeza…
Sin duda espero ansiosa conocer a la futura novia, jjjj, y a ver si hay invitación de boda ….